26/5/11

Días de espejismo.


He pasado la noche entera sin dormir. A decir verdad llevo bastante tiempo sin poder hacerlo. Las imágenes entran y salen de mi cabeza sin permiso alguno, sin tocar la puerta. Cuando lo hacen las repaso una y otra vez buscando el motivo de mi desdicha. Buscando un atisbo de equívoco en alguna parte; un paso en falso en el camino que me haya llevado a este oscuro lugar. Puedo oír los rítmicos pasos de los vigilantes al andar por el pasillo de la planta; el vaivén de las olas chocar contra el acantilado; el graznido de los cuervos cantándole a la luna. Se que esto podía pasar. Lo supe desde que me alisté. Ellos se encargan de que no se te olvide. De que seas consciente de que, aunque luches por ellos, si fallas y caes en manos del enemigo, estás solo. Es tu responsabilidad y deberás apañártelas solo para salir adelante. Sabía que esto podría pasar, pero nunca pensé que me pasaría a mi. Aquí, ahora, en un lugar del cual no se más que lo que puedo percibir, tengo que aprender de verdad a valerme por mí mismo. A negociar mi libertad. Minuto tras minuto va amaneciendo. Poco a poco se va aclarando esa noche que me parecía tan tenebrosa. El problema es que sigo viendo las cosas igual de negras. Nada ha cambiado. Oigo cómo varios guardias se aproximan a mi celda. Cómo desplazan esos barrotes que me separan del mundo y se plantan delante de mí. Siento sus miradas acusadoras golpeándome con fuerza en la espalda, haciendo que me sienta culpable de algo, sin saber siquiera qué es. - En pie, soldado. Obviamente no me digno a hacerles caso. Permanezco tumbado en mi camastro, abrazando mis rodillas con los brazos, de cara a la pared. Decisión equivocada. Noto cómo dos fuertes brazos me agarran del pelo y del brazo y me lanzan violentamente hacia la esquina contraria de la habitación. Choco contra la pared y caigo al suelo. Aterrizo sobre mi muñeca y esta se resiente. Mierda. Se puede escuchar un silencio tenso. Muy tenso. Se que esperan a que levante la mirada y la cruce con la suya, pero no puedo. Tengo demasiado miedo como para moverme. Pero eso no les es problema. El forzudo me atrapa de nuevo y me pone en pie, obligándome a mirarlos. Son sólo dos hombres, sin contar con mi opresor. Veo como uno de ellos se aproxima hacia mí con un pequeño saco en las manos. Al ver sus intenciones intento moverme, encogerme. Pero sigo estando inmóvil. En un abrir y cerrar de ojos ya no veo nada. Oigo una nueva voz, quizá del tercer hombre. Otra sacudida y comenzamos a andar. Me sacan de la celda y andamos escaleras arriba. Noto progresivamente cómo aumenta el calor, y el hedor también se intensifica. Oigo los ronquidos de diversos presos entonando una melodía singular. ¡Qué envidia! Son ronquidos tranquilos, sosegados. Puede que lleven mucho tiempo ocupando este lugar y ya hayan aprendido a no tenerle miedo. Ahora ya no los envidio tanto. No me voy a quedar el tiempo necesario para llegar a acostumbrarme. No. Se que conseguiré irme antes. Lo necesito. De pronto los escalones se hacen más pequeños y, sin querer, resbalo y caigo. Un par de voces irritadas y estridentes acompañan mis golpes terminándolos con un par de patadas en el costado para que me ponga en pie. No puedo hacerlo y se repiten las patadas. Los tres hombres discuten y tras varios segundos que se me hacen eternos, el más fuerte me levanta y comenzamos de nuevo a andar. El concierto ha terminado, ningún ronquido se oye ya. Puedo sentir el aliento fétido de los presos atravesando los barrotes para llegar a mi oreja y acompañar mis pasos con su respiración. Oigo murmullos a mi paso y los golpes que da el primer hombre los silencia. Abren una puerta y me hacen pasar. De un golpe la vuelven a cerrar y me lanzan hacia una silla, con la que tropiezo y en la que, a tientas, consigo sentarme. Me quitan el saco de la cabeza y el que parece el líder se sienta ante mí. Abro los ojos y deprisa los vuelvo a cerrar. La luz del foco que me alumbra, me ciega. Poco a poco me acostumbro y puedo mirarlos a la cara. Son hombres. Sólo hombres, al fin y al cabo. Al pensar eso me crezco. Son como yo. Ya no tengo tanto miedo. Parlotean durante un rato explicándome lo que quieren de mí. Diciéndome que necesitan saber qué es lo que planea mi ejército. Qué es lo que quiere de su ciudad. Como si yo lo supiera. Al decirles la verdad me pegan. Noto cómo me sangra la nariz con rapidez. Cómo comienza a empapar mis ropas. Me han atado las manos a la espalda y al ver que intento soltarme para limpiarme algo, me vuelven a golpear. Esto no va a ser tan sencillo como creía. Tras incontables golpes más e igual número de preguntas sin respuesta estoy que no me tengo. Mi cabeza no se sostiene erguida y la sangre que sigue saliendo de mi nariz y que comienza a salir por mi boca me impide respirar. Siento pinchazos en todo el cuerpo y estoy harto de responder siempre lo mismo. Parece que ellos también se hartan de escucharme a mi. Vuelven a ponerme el saco en la cabeza y salimos de la habitación recorriendo de nuevo el camino de vuelta a la celda. Durante el transcurso de los días, este mismo viaje se repite. Las mismas escaleras, el chirrido de la puerta al abrirse. Los mismos puñetazos en los mismos sitios, que parece que están ya dejando su huella. Las mismas preguntas de las cuales ignoro la respuesta. El mismo saco sobre mi cabeza; un saco que me ahoga y separa cada vez más de mi vida. Después del interrogatorio siempre me llevan a rastras a un patio y me dejan unos minutos en el suelo, intentando respirar. Veo a lo lejos cientos de hombres vestidos como yo. Esposados por los pies unos a otros cantan canciones bajo los latigazos de los soldados. El ritmo lo marcan los picos y palas al golpear las piedras. Están construyendo un muro. Ayudamos al enemigo a protegerse de nosotros. A tener más ayuda para sobrevivir a nuestros ataques. A tener más ayuda para lograr exterminarnos. Estamos cambiando de bando. Pronto me uno a ellos debido a los gritos de un oficial. Me apresan a los demás y me entregan un pico. Miro a las piedras con tristeza y me pongo a romperlas al son de la música, entonando la misma canción que el resto de los días. La canción que he ido aprendiendo con el paso del tiempo. El sol cambia de lado en el cielo y nos mandan a cenar. Es el mismo potingue de siempre. Miro a los oficiales, ellos comen bien. Tiene diferente color su comida. Aún no he terminado y a toque de corneta nos mandan a las celdas. Uno tras otro vamos desfilando delante de los cocineros, dejando cuidadosamente los cubiertos. No quieren que nos rebelemos. Nos observan como a bestias enfadadas a punto de atacar y no se dan cuenta de que no tenemos fuerza ni siquiera para pensar en algo que no sea comer o dormir. Aún así nos temen, y eso me satisface. Han pasado ya algunos meses desde que llegué a este lugar. Ahora lloro todas las noches en vez de pensar en lo que pude hacer para acabar aquí. Porque ahora se que mis días terminarán aquí. Encerrado en este antro que solo huele a muerte. Ahora se que el mañana no será un futuro, sino un adiós. A decir verdad, llevo sabiéndolo varios días. Ellos mismos me lo dijeron. Es la primera vez que les creí. Están hartos de escuchar mi verdad y se enfadan conmigo por no poderles contar algo que no sepan. Esta será mi última noche aquí. Si esto no terminara y pudiera salir adelante creo que no cambiaría la experiencia. Cierto que casi no puedo moverme del dolor que siento al hacerlo, pero he conocido vidas únicas en este lugar. Vidas que, al igual que la mía, terminarán olvidándose entre cuatro paredes similares a las que me encierran a mí. Grandes vidas que, por ayudar a su pueblo a tener una vida mejor, se han tirado a la basura. Hoy se que es mi ultima noche. Que cada segundo que pasa no se volverá a repetir. Que mi vida, mis sueños, mis ilusiones, han muerto. Igual que muerto estaré yo. Cierro los ojos y pienso en los míos. En aquellos prados verdes sobre los que rodaba cuando era pequeño. En el primer beso que le di a aquella chica que se convirtió en mi mujer. Los rostros de mi familia me pasan por delante. Los veo riéndose, hablando y cantando. Tiene que ser Navidad. Me alegra que estén felices. Se que volveré a estar con ellos, pero ahora no es el momento. Poco a poco cierro los ojos y consigo dormir. Una sonrisa tranquila se dibuja en mi cara sin querer. Ya termina la noche. Ahora se que el final solo acaba de empezar. Vienen a buscarme. Son los tres hombres que me buscaron el primer día, parece que me han tomado cariño. Me levanto sumiso y apacible. No quiero peleas y ellos lo saben. Esperan a que observe por última vez lo que a sido mi hogar todo este tiempo y me levanto. Solo les pedí una cosa y creo que me la concederán. Subimos las mismas escaleras, pero nos dirigimos hacia otro lugar. Por primera vez me dejan ir con la cabeza descubierta. Miro a mi alrededor. Todo esta lleno de celdas. Dentro, los que han sido mi familia me despiden con lágrimas en los ojos. Muchos no hablan mi idioma y a otros no les sale la voz; pero se que conmigo me llevo una parte de ellos. Como cada vez que un preso se va. A mi también me pasó antes. Al final de las escaleras hay una puerta. Antes de cruzarla les dedico una última mirada, borrosa y empañada. Salimos fuera de la cárcel y veo el mar. Siento el calor del sol por última vez y me arrodillo. Pronto terminará todo. Pronto. Muy pronto…

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