30/5/11

Gritar al mundo lo que África lleva años intentando decir.


Entré en aquella sala detrás de ella. Pero ella no me vio. Tampoco quería que lo hiciese. Quería escuchar sus palabras sin que notara que alguien extraño la observaba. Me acurruqué en un rincón oscuro mientras ella se dirigía al escenario y se colocaba tras el atril. Se aclaró la voz y comenzó a hablar:

-Señoras y señores, niños y niñas. Bienvenidos a un mundo en el que hay hombres que juegan a ser Dios, que pretenden controlar a su gusto la vida de los demás considerando la suya como superior. Bienvenidos a un mundo en el que hay hombres que dirigen el destino de los demás como si fueran fichas de ajedrez, sin importarles que los peones mueran mientras el rey siga intacto. Bienvenidos a un mundo regido por la codicia y el egoísmo, un mundo en el que la belleza normalmente es exterior, en el que las cosas, la mayoría de veces, no son lo que parecen. "Desde que el hombre nace, su instinto le lleva a querer ser el mejor en el colegio, en su clase, siendo el más rápido, el más fuerte o el más listo, pero siempre el más. Al crecer no es diferente. Para entrar a la universidad se necesita la mejor nota, el mejor currículum. Todo esto genera entre la gente un estado de competitividad, a menudo insano, en el que, en algunos casos, el fin justifica los medios. Ya desde los tiempos más remotos ocurría lo mismo. Los hombres competían por tener más tierras, más dinero y más poder y, a su vez, más personas a las que poder dominar.
"Con lo anterior no quiero descalificar el afán de superar a los demás, ya que gracias a ello el hombre ha llegado tan lejos, sino considerar otras maneras de actuar diferentes a las de ahora.
"Todo el mundo debería tener las mismas oportunidades para poder triunfar, para poder lograr sus objetivos sin tener que tener en cuenta las condiciones que le someten. Todo el mundo debería, como mínimo, poder optar a ser libre y a conseguir su sueño, porque por eso el sol sale para todos.
"De pequeños nos cuentan que a los niños los trae la cigüeña desde un lugar remoto. Si es así, ¿Por qué hay gente que de mayor se empeña en pensar que la persona que tiene a su lado es diferente, simplemente por su color de piel, su raza o cultura? No debería de haber distinciones. Lo necesario, lo importante, no es saber de dónde viene alguien, sino a dónde se dirige.
"África. La cuna de la civilización la llaman. Allí es dónde comenzó todo. En una cuna hay bebés y a éstos se les cuida y se les mima. Todos sabemos que los bebés son el futuro del mundo. Bien. Pues, ¿por qué no hacer lo mismo con ese gran continente que ya nos dio la vida una vez y que seguro que lo haría más veces? En el pasado, los colonizadores tomaron de África lo que quisieron y hasta lucharon por ella. Ahora que se encuentra demasiado débil como para poder volver a florecer por sí misma, nadie la ayuda. Gente que no estaría en este mundo si sus ancestros no hubieran curado sus heridas con las plantas de esa tierra o no hubieran saciado su hambre con sus animales, hacen oídos sordos a los gritos de socorro de África y la dejan morir poco a poco, en soledad. Ése es nuestro hogar, señores, y no otro. Ese hogar es el que deberíamos proteger y ayudar como si hubiéramos nacido allí porque, de alguna forma, una vez lo hicimos. Y la gente parece irlo olvidando según pasan los años. Los jóvenes de ahora miran hacia el futuro y las nuevas tecnologías sin pararse a pensar un momento que hay gente que no puede, ni siquiera, optar a tener unos mínimos para sobrevivir. La gente no se da cuenta de que, aunque la Tierra sea tan sumamente grande, todo es el mismo mundo y, como tal, debería avanzar simultáneamente en todos sus lugares.
"África no puede avanzar sola. Ha quedado parada en el tiempo mientras que las grandes potencias se aprovechaban de ella y de otros muchos lugares, ahora mismo subdesarrollados, y conseguían ponerse a la cabeza de una carrera que tiene como premio llegar a conocer todo lo que nos rodea. Una carrera inexistente e inútil que, si sigue por este camino, terminará destruyéndolo todo. Hay gente que no se da cuenta de que no hay carrera posible. Que la Tierra es un mundo y que los hombres son los que han creado fronteras en ella. Eso es lo que nos divide; ya que se piensa en el país vecino como enemigo y no como hermano; ya que los logros que alguien consigue no los enseña hasta que se da por satisfecho sabiendo que nadie podrá robárselos. Las personas siguen queriendo ser las mejores en todo para que su nombre se escuche. ¿Por qué no ser las más generosas, amables o caritativas? No. Eso no lo quieren. No les aporta bienes materiales que los lleven a lo más alto o al reconocimiento. Esas, son el tipo de personas que desequilibran la balanza. Y desgraciadamente son el tipo de personas que domina el mundo.
"Si alguien consiguiera detener el tiempo durante una semana y ayudar durante la misma a esos lugares que no tienen nada, dando solamente una mínima parte de todo lo que los que sí tienen poseen, África conseguiría la gasolina que necesita para ponerse en marcha de nuevo. Sólo de ese modo conseguirá salir adelante. Hay gente que se preocupa por ella, sí. Pero no es suficiente. Sólo necesita que la ayuden. Está pidiendo a gritos que la ayuden. Lo que pasa es que la gente sólo oye lo que quiere oír.

De repente ella calló. Es posible que hubiera terminado, no lo se. Me asaltaron mis recuerdos de los días en África y me dejé llevar. Fui con Neema al pozo a por agua al amanecer, rodé con los niños dunas abajo y conté mil historias bajo las estrellas, como hice durante todas las noches de aquel viaje. Cómo desearía poder volver, aunque fuera sólo una vez. Volver de nuevo a aquel paraíso que la gente parece haber olvidado. Ahora lo veía todo diferente. Tienes que conocer dos lugares para poder compararlos. Y ahora podía hacerlo. Era increíble. Inadmisible. Esa mujer tenía razón. No podía dejar que África se consumiera poco a poco. Pero, ¿qué podía hacer yo? Sólo era una persona entre millones. Por más que yo chillara nadie querría oírme. La gente prefiere la comodidad de la rutina diaria, la tranquilidad de la monotonía, la seguridad de lo familiar. No les gusta salir a la calle a luchar por una causa que la gente que puede arreglar, ignora. Noté cómo una lágrima rodaba por mi mejilla. Había conseguido emocionarme. Había pasado tiempo desde la última vez que lo había hecho. Lloraba de impotencia. De tristeza. Por mí y por todas esas personas a las que el miedo les impide llorar. Por todas aquellas que no lloran porque carecen de agua que poder beber. Y entonces, sin saber por qué, me encontré de nuevo en aquella sala solitaria, aplaudiendo. Ella se sobresaltó, no me había visto entrar. - Buen discurso - acerté a decir -, muy bueno. Lástima que nadie lo haya oído.
- Usted ya es alguien.
- De poco sirve que una sola persona lo oiga si el mundo no quiere enterarse.
- Se enterará, se lo aseguro. África me dio la vida y no estoy dispuesta a quedarme de brazos cruzados viendo cómo la gente le da el golpe final sin decir nada
- Es posible que no consiga convencer a muchos y que este tiempo lo haya invertido en vano.
- Se que yo no lograré cambiar las cosas tal y como están ahora. Sólo soy una persona. Pero todos somos iguales. Seguramente miles de personas piensen que sólo son una más y por eso no dan el paso ni se ponen en pie reivindicando una causa en la que creen. Eso es lo que nos frena. Las cosas urgentes no dejan sitio para las importantes, y África pertenece a éstas últimas. Encienda la radio únicamente durante diez minutos y escuche. Luego dígame si ha oído más noticias buenas que malas. Así están las cosas y la gente se niega a creerlo. Debemos pensar que somos mucho más que un simple persona. Somos la voz de nuestro país, de nuestra patria. Una persona puede que no consiga hacer nada; pero cientos, miles de personas, tal vez consigan algo. Debemos confiar en que en el mañana aquello que hoy piensan unos pocos, sea el ideal de muchos. Que lo que yo diga hoy, dentro de un tiempo, un gran grupo de gente lo consiga decir más alto, y así sucesivamente. Se que llegará un día en el que se conseguirá poner las cosas en orden, pero alguien tiene que dar los primeros pasos. Por eso, no habrá sido en vano si tan sólo consigo de verdad convencer a una persona que, el día de mañana, pueda seguir con mi tarea. Es mi mundo señor, mi hogar. Y quiero arreglarlo.
- A mí me ha convencido.
- ¿Vendrá conmigo, entonces?
- ¿A dónde?
- A gritarle al mundo lo que África lleva años intentando decir.
- Iré, cuente conmigo.
- Pues entonces vamos. Nos queda un mundo por delante y no hay tiempo que perder.

28/5/11

Anhelos de esperanza.


Hoy me he levantado contento. Suena diferente la ciudad esta mañana. Puedo oír el golpear de las olas contra el acantilado, el susurro de los pájaros al despertarse. Noto el calor del sol cómo se refleja brillante en mi piel atravesando la ventana. Y entonces sonrío.
Hoy me siento bien, me siento importante. Me dormí reflexionando, como siempre. Pensando en lo único que ha conseguido robarme la cabeza durante horas y horas. Durante días, me atrevería a decir. Eso a lo que todo el mundo tiene miedo pero nadie admite. Una pregunta. La misma pregunta que se hace la gente cuando algo no sale como se esperaba, cuando algo sale mal.
Y, si hubiera hecho las cosas de otra manera, ¿estaría aquí?
Desde aquel día no dejo de preguntármelo. Pero, desgraciadamente, nunca podré saber la respuesta. Seguiré aquí. Justo aquí. Sin cambiar nada.
Hoy me he levantado diferente. Miro las cosas desde otro punto de vista, cambio el enfoque de mi Canon. Conforme ando por la casa le hago fotos a las cosas que me gustan, a las cosas que quiero guardar siempre en la memoria.
La lista la encabeza mi viejo saxofón, mi querido compañero. Ese que me acompañó a tantos lugares lejanos y regresó conmigo para contarlo. Le siguen mi cuaderno de viajes y mi vieja pluma. Ellos, que se encargan de recordarme que hice día a día. Que actúan como mi memoria cuando esta me falla. Que guardan bajo llave mi vida, para que sólo yo pueda leerla.
Avanzo dando tumbos por la casa, mirando el color verde esmeralda de las paredes. Y entonces, sin saber por qué, recuerdo esa vieja canción que tanto me cantaba mi madre de pequeño: “pintarse la cara color esperanza, tentar al futuro con el corazón” . La tarareo pero la melodía se pierde en mis labios.
Alguien llama a la puerta. Es Don Eutimio, que viene a desayunar. Le abro la puerta y él, con ademán gentil, se quita el sombrero y me saluda. Correspondo a su saludo como todo un caballero y pasamos al comedor. Llamo a Marta para que nos traiga unas pastas y, segundos después, aparece con ellas. Comenzamos una conversación de gente elegante, en un lugar elegante. Todo está bien colocado. No hay ni una mísera mota de polvo que ensucie los muebles. Estoy orgulloso de ellos.
Enfrascados en un debate sobre el tiempo, miro por la ventana para salir de dudas. El tiempo ahora ocupa un segundo lugar en mi cabeza.
Veo cómo dos niños pequeños nos miran intrigados a lo lejos y se ríen. Pasan a mirarme directamente a los ojos y yo les sostengo la mirada, con una sonrisa en los labios. Veo que se acercan a mi casa. Divertidos y saltarines, vivarachos. Como sólo puede ser un hombre cuando es pequeño. Alegre.
Poco a poco se acercan cada vez más y me hablan desde la ventana.
- ¿Qué hace, señor? ¿Con quién habla?
Miro extrañado a Don Eutimio y, sin saber por qué, ya no está. De pronto todo desaparece. Veo como se esfuma mi gran comedor, mis muebles sin polvo. Me levanto de golpe y las sillas tampoco están. Ni las paredes color esmeralda, ni la gran ventana por la que miraba a los niños. Vuelvo a mi cuarto y busco a mi amigo. Mi saxo. No está. También me ha dejado solo. Mis memorias han huido en busca de otra vida más interesante. No hay nada.
Miro a los niños y veo cómo se ríen de mí. Y entonces me derrumbo en el suelo y rompo a llorar. Ellos me miran vacilantes, sin saber qué decir. Pero eso me da igual. Han destruido mi mundo.
¿Por qué? ¿Por qué han hecho eso? ¿Qué les costaba dejarme ser feliz?
Y entonces lo comprendo. Miro mi gran comedor y veo que es sólo una caja de cartón que algún viejo loco dejó olvidada en la calle. Mi dormitorio es sólo un colchón mohoso que me arropa por las noches. No tengo amigos. No tengo a nadie.
Pero ellos no lo entienden. Son todavía demasiado pequeños. Demasiado pequeños para saber que lo único que pueden usar los pobres para vivir, es su imaginación.

27/5/11

No todo lo que brilla es oro.


En ese momento cogió fuertemente su mano y dijo que la llevaría con él. Lejos. Muy lejos. Mas allá de lo que las estrellas puedan ver. Más, incluso, de lo que cualquier barco pueda navegar. Ella le creyó. El problema fue que, tras diez años, todavía no había iniciado aquel viaje.

26/5/11

Días de espejismo.


He pasado la noche entera sin dormir. A decir verdad llevo bastante tiempo sin poder hacerlo. Las imágenes entran y salen de mi cabeza sin permiso alguno, sin tocar la puerta. Cuando lo hacen las repaso una y otra vez buscando el motivo de mi desdicha. Buscando un atisbo de equívoco en alguna parte; un paso en falso en el camino que me haya llevado a este oscuro lugar. Puedo oír los rítmicos pasos de los vigilantes al andar por el pasillo de la planta; el vaivén de las olas chocar contra el acantilado; el graznido de los cuervos cantándole a la luna. Se que esto podía pasar. Lo supe desde que me alisté. Ellos se encargan de que no se te olvide. De que seas consciente de que, aunque luches por ellos, si fallas y caes en manos del enemigo, estás solo. Es tu responsabilidad y deberás apañártelas solo para salir adelante. Sabía que esto podría pasar, pero nunca pensé que me pasaría a mi. Aquí, ahora, en un lugar del cual no se más que lo que puedo percibir, tengo que aprender de verdad a valerme por mí mismo. A negociar mi libertad. Minuto tras minuto va amaneciendo. Poco a poco se va aclarando esa noche que me parecía tan tenebrosa. El problema es que sigo viendo las cosas igual de negras. Nada ha cambiado. Oigo cómo varios guardias se aproximan a mi celda. Cómo desplazan esos barrotes que me separan del mundo y se plantan delante de mí. Siento sus miradas acusadoras golpeándome con fuerza en la espalda, haciendo que me sienta culpable de algo, sin saber siquiera qué es. - En pie, soldado. Obviamente no me digno a hacerles caso. Permanezco tumbado en mi camastro, abrazando mis rodillas con los brazos, de cara a la pared. Decisión equivocada. Noto cómo dos fuertes brazos me agarran del pelo y del brazo y me lanzan violentamente hacia la esquina contraria de la habitación. Choco contra la pared y caigo al suelo. Aterrizo sobre mi muñeca y esta se resiente. Mierda. Se puede escuchar un silencio tenso. Muy tenso. Se que esperan a que levante la mirada y la cruce con la suya, pero no puedo. Tengo demasiado miedo como para moverme. Pero eso no les es problema. El forzudo me atrapa de nuevo y me pone en pie, obligándome a mirarlos. Son sólo dos hombres, sin contar con mi opresor. Veo como uno de ellos se aproxima hacia mí con un pequeño saco en las manos. Al ver sus intenciones intento moverme, encogerme. Pero sigo estando inmóvil. En un abrir y cerrar de ojos ya no veo nada. Oigo una nueva voz, quizá del tercer hombre. Otra sacudida y comenzamos a andar. Me sacan de la celda y andamos escaleras arriba. Noto progresivamente cómo aumenta el calor, y el hedor también se intensifica. Oigo los ronquidos de diversos presos entonando una melodía singular. ¡Qué envidia! Son ronquidos tranquilos, sosegados. Puede que lleven mucho tiempo ocupando este lugar y ya hayan aprendido a no tenerle miedo. Ahora ya no los envidio tanto. No me voy a quedar el tiempo necesario para llegar a acostumbrarme. No. Se que conseguiré irme antes. Lo necesito. De pronto los escalones se hacen más pequeños y, sin querer, resbalo y caigo. Un par de voces irritadas y estridentes acompañan mis golpes terminándolos con un par de patadas en el costado para que me ponga en pie. No puedo hacerlo y se repiten las patadas. Los tres hombres discuten y tras varios segundos que se me hacen eternos, el más fuerte me levanta y comenzamos de nuevo a andar. El concierto ha terminado, ningún ronquido se oye ya. Puedo sentir el aliento fétido de los presos atravesando los barrotes para llegar a mi oreja y acompañar mis pasos con su respiración. Oigo murmullos a mi paso y los golpes que da el primer hombre los silencia. Abren una puerta y me hacen pasar. De un golpe la vuelven a cerrar y me lanzan hacia una silla, con la que tropiezo y en la que, a tientas, consigo sentarme. Me quitan el saco de la cabeza y el que parece el líder se sienta ante mí. Abro los ojos y deprisa los vuelvo a cerrar. La luz del foco que me alumbra, me ciega. Poco a poco me acostumbro y puedo mirarlos a la cara. Son hombres. Sólo hombres, al fin y al cabo. Al pensar eso me crezco. Son como yo. Ya no tengo tanto miedo. Parlotean durante un rato explicándome lo que quieren de mí. Diciéndome que necesitan saber qué es lo que planea mi ejército. Qué es lo que quiere de su ciudad. Como si yo lo supiera. Al decirles la verdad me pegan. Noto cómo me sangra la nariz con rapidez. Cómo comienza a empapar mis ropas. Me han atado las manos a la espalda y al ver que intento soltarme para limpiarme algo, me vuelven a golpear. Esto no va a ser tan sencillo como creía. Tras incontables golpes más e igual número de preguntas sin respuesta estoy que no me tengo. Mi cabeza no se sostiene erguida y la sangre que sigue saliendo de mi nariz y que comienza a salir por mi boca me impide respirar. Siento pinchazos en todo el cuerpo y estoy harto de responder siempre lo mismo. Parece que ellos también se hartan de escucharme a mi. Vuelven a ponerme el saco en la cabeza y salimos de la habitación recorriendo de nuevo el camino de vuelta a la celda. Durante el transcurso de los días, este mismo viaje se repite. Las mismas escaleras, el chirrido de la puerta al abrirse. Los mismos puñetazos en los mismos sitios, que parece que están ya dejando su huella. Las mismas preguntas de las cuales ignoro la respuesta. El mismo saco sobre mi cabeza; un saco que me ahoga y separa cada vez más de mi vida. Después del interrogatorio siempre me llevan a rastras a un patio y me dejan unos minutos en el suelo, intentando respirar. Veo a lo lejos cientos de hombres vestidos como yo. Esposados por los pies unos a otros cantan canciones bajo los latigazos de los soldados. El ritmo lo marcan los picos y palas al golpear las piedras. Están construyendo un muro. Ayudamos al enemigo a protegerse de nosotros. A tener más ayuda para sobrevivir a nuestros ataques. A tener más ayuda para lograr exterminarnos. Estamos cambiando de bando. Pronto me uno a ellos debido a los gritos de un oficial. Me apresan a los demás y me entregan un pico. Miro a las piedras con tristeza y me pongo a romperlas al son de la música, entonando la misma canción que el resto de los días. La canción que he ido aprendiendo con el paso del tiempo. El sol cambia de lado en el cielo y nos mandan a cenar. Es el mismo potingue de siempre. Miro a los oficiales, ellos comen bien. Tiene diferente color su comida. Aún no he terminado y a toque de corneta nos mandan a las celdas. Uno tras otro vamos desfilando delante de los cocineros, dejando cuidadosamente los cubiertos. No quieren que nos rebelemos. Nos observan como a bestias enfadadas a punto de atacar y no se dan cuenta de que no tenemos fuerza ni siquiera para pensar en algo que no sea comer o dormir. Aún así nos temen, y eso me satisface. Han pasado ya algunos meses desde que llegué a este lugar. Ahora lloro todas las noches en vez de pensar en lo que pude hacer para acabar aquí. Porque ahora se que mis días terminarán aquí. Encerrado en este antro que solo huele a muerte. Ahora se que el mañana no será un futuro, sino un adiós. A decir verdad, llevo sabiéndolo varios días. Ellos mismos me lo dijeron. Es la primera vez que les creí. Están hartos de escuchar mi verdad y se enfadan conmigo por no poderles contar algo que no sepan. Esta será mi última noche aquí. Si esto no terminara y pudiera salir adelante creo que no cambiaría la experiencia. Cierto que casi no puedo moverme del dolor que siento al hacerlo, pero he conocido vidas únicas en este lugar. Vidas que, al igual que la mía, terminarán olvidándose entre cuatro paredes similares a las que me encierran a mí. Grandes vidas que, por ayudar a su pueblo a tener una vida mejor, se han tirado a la basura. Hoy se que es mi ultima noche. Que cada segundo que pasa no se volverá a repetir. Que mi vida, mis sueños, mis ilusiones, han muerto. Igual que muerto estaré yo. Cierro los ojos y pienso en los míos. En aquellos prados verdes sobre los que rodaba cuando era pequeño. En el primer beso que le di a aquella chica que se convirtió en mi mujer. Los rostros de mi familia me pasan por delante. Los veo riéndose, hablando y cantando. Tiene que ser Navidad. Me alegra que estén felices. Se que volveré a estar con ellos, pero ahora no es el momento. Poco a poco cierro los ojos y consigo dormir. Una sonrisa tranquila se dibuja en mi cara sin querer. Ya termina la noche. Ahora se que el final solo acaba de empezar. Vienen a buscarme. Son los tres hombres que me buscaron el primer día, parece que me han tomado cariño. Me levanto sumiso y apacible. No quiero peleas y ellos lo saben. Esperan a que observe por última vez lo que a sido mi hogar todo este tiempo y me levanto. Solo les pedí una cosa y creo que me la concederán. Subimos las mismas escaleras, pero nos dirigimos hacia otro lugar. Por primera vez me dejan ir con la cabeza descubierta. Miro a mi alrededor. Todo esta lleno de celdas. Dentro, los que han sido mi familia me despiden con lágrimas en los ojos. Muchos no hablan mi idioma y a otros no les sale la voz; pero se que conmigo me llevo una parte de ellos. Como cada vez que un preso se va. A mi también me pasó antes. Al final de las escaleras hay una puerta. Antes de cruzarla les dedico una última mirada, borrosa y empañada. Salimos fuera de la cárcel y veo el mar. Siento el calor del sol por última vez y me arrodillo. Pronto terminará todo. Pronto. Muy pronto…