Hoy me he levantado contento. Suena diferente la ciudad esta mañana. Puedo oír el golpear de las olas contra el acantilado, el susurro de los pájaros al despertarse. Noto el calor del sol cómo se refleja brillante en mi piel atravesando la ventana. Y entonces sonrío.
Hoy me siento bien, me siento importante. Me dormí reflexionando, como siempre. Pensando en lo único que ha conseguido robarme la cabeza durante horas y horas. Durante días, me atrevería a decir. Eso a lo que todo el mundo tiene miedo pero nadie admite. Una pregunta. La misma pregunta que se hace la gente cuando algo no sale como se esperaba, cuando algo sale mal.
Y, si hubiera hecho las cosas de otra manera, ¿estaría aquí?
Desde aquel día no dejo de preguntármelo. Pero, desgraciadamente, nunca podré saber la respuesta. Seguiré aquí. Justo aquí. Sin cambiar nada.
Hoy me he levantado diferente. Miro las cosas desde otro punto de vista, cambio el enfoque de mi Canon. Conforme ando por la casa le hago fotos a las cosas que me gustan, a las cosas que quiero guardar siempre en la memoria.
La lista la encabeza mi viejo saxofón, mi querido compañero. Ese que me acompañó a tantos lugares lejanos y regresó conmigo para contarlo. Le siguen mi cuaderno de viajes y mi vieja pluma. Ellos, que se encargan de recordarme que hice día a día. Que actúan como mi memoria cuando esta me falla. Que guardan bajo llave mi vida, para que sólo yo pueda leerla.
Avanzo dando tumbos por la casa, mirando el color verde esmeralda de las paredes. Y entonces, sin saber por qué, recuerdo esa vieja canción que tanto me cantaba mi madre de pequeño: “pintarse la cara color esperanza, tentar al futuro con el corazón” . La tarareo pero la melodía se pierde en mis labios.
Alguien llama a la puerta. Es Don Eutimio, que viene a desayunar. Le abro la puerta y él, con ademán gentil, se quita el sombrero y me saluda. Correspondo a su saludo como todo un caballero y pasamos al comedor. Llamo a Marta para que nos traiga unas pastas y, segundos después, aparece con ellas. Comenzamos una conversación de gente elegante, en un lugar elegante. Todo está bien colocado. No hay ni una mísera mota de polvo que ensucie los muebles. Estoy orgulloso de ellos.
Enfrascados en un debate sobre el tiempo, miro por la ventana para salir de dudas. El tiempo ahora ocupa un segundo lugar en mi cabeza.
Veo cómo dos niños pequeños nos miran intrigados a lo lejos y se ríen. Pasan a mirarme directamente a los ojos y yo les sostengo la mirada, con una sonrisa en los labios. Veo que se acercan a mi casa. Divertidos y saltarines, vivarachos. Como sólo puede ser un hombre cuando es pequeño. Alegre.
Poco a poco se acercan cada vez más y me hablan desde la ventana.
- ¿Qué hace, señor? ¿Con quién habla?
Miro extrañado a Don Eutimio y, sin saber por qué, ya no está. De pronto todo desaparece. Veo como se esfuma mi gran comedor, mis muebles sin polvo. Me levanto de golpe y las sillas tampoco están. Ni las paredes color esmeralda, ni la gran ventana por la que miraba a los niños. Vuelvo a mi cuarto y busco a mi amigo. Mi saxo. No está. También me ha dejado solo. Mis memorias han huido en busca de otra vida más interesante. No hay nada.
Miro a los niños y veo cómo se ríen de mí. Y entonces me derrumbo en el suelo y rompo a llorar. Ellos me miran vacilantes, sin saber qué decir. Pero eso me da igual. Han destruido mi mundo.
¿Por qué? ¿Por qué han hecho eso? ¿Qué les costaba dejarme ser feliz?
Y entonces lo comprendo. Miro mi gran comedor y veo que es sólo una caja de cartón que algún viejo loco dejó olvidada en la calle. Mi dormitorio es sólo un colchón mohoso que me arropa por las noches. No tengo amigos. No tengo a nadie.
Pero ellos no lo entienden. Son todavía demasiado pequeños. Demasiado pequeños para saber que lo único que pueden usar los pobres para vivir, es su imaginación.
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